“Es imposible vivir el invierno de nuestra vida con el mismo programa que nos trazamos para la primavera (J. Becerra)”
Llegar a la vejez es, a nivel general, sinónimo de soledad, deudas, tristeza, detrimento físico-emocional y cargar con diversas enfermedades. Para casi nadie, este crudo invierno de la vida, resulta ser el periodo más maravilloso. La diferencia estriba en cómo se adapta la vida a las diversas circunstancias que se presentan. Lo que hacen la mayoría de las personas que padecen alguna enfermedad o deterioro físico irreversible, es que adaptan sus acciones a su enfermedad y dejan de estar activos porque están enfermos e imposibilitados. Lo que otros más perspicaces hacen es justamente lo contrario, hacen que su enfermedad se adapte a sus acciones actuando con mayor coraje y convicción; en muchos casos logran revertir el envejecimiento y hasta la enfermedad. Por eso pregúntese ¿Cómo quiero vivir los próximos otoños de mi vida? ¿Qué voy a tener como garantía de seguridad cuando rebase las 70 u 80 primaveras? ¿Qué puedo proponerse para el ya próximo verano? ¿Con qué calidad de salud física y emocional anhelo recorrer el invierno de mi vida? ¿Se podrá condicionar a algunas pautas para tener estaciones más benignas?
Hay una gran diferencia
entre vivir una “vida extraordinaria” y vivir una vida cargada de
preocupaciones. La gran mayoría de personas recorren esta vida sin estar al
tanto de su calendario de estaciones, llevan ritmos acelerados y van
limitándose exclusivamente a resolver los problemas a medida que les suceden.
Aunque viven el mismo mundo que todos, para ellos su calendario avanza más
rápido. Si las examináramos cuidadosamente, veríamos que tienen un reloj
biológico acelerado, ritmos cardíacos más rápidos y plaquetas con altos niveles
de adrenalina que se acurrucan de miedo, así como altos niveles de otras
hormonas del estrés. Cada vez son más viejos y están más arruinados, su salud
cada día es más frágil y sus piernas se tambalean. Todo esto por encapricharse
a no ajustar su vida a cada estación.
Como lo dicta la sabia
naturaleza, nuestra vida coincidirá con exuberantes primaveras, varios veranos,
muchos otoños y hartos inviernos. En la analogía titulada habrá germinaciones y
trasplantes, crecimiento y desarrollo, vigor y marchitez, estrés y desahogo,
floraciones y fructificaciones, cosecha y acabamiento. Todo ocurrirá en
nosotros, sea por dentro o por fuera, avances y retrocesos, vitalidad y
deterioro. Porque el cuerpo físico es tierra, agua, aire y muchísimos otros
elementos reciclados que van y vienen junto con las estaciones en un abrir y
cerrar de ojos. Lo importante es saber sacar el mejor partido de cada estación.
Las estaciones o épocas de
la vida que definen cómo comportarnos, cómo percibir la realidad y cómo
adaptarnos a nuestras necesidades, se pueden resumir de forma práctica así: 1.
La primavera o infancia que transcurre desde el nacimiento hasta que empieza la
adolescencia; 2. El verano o adolescencia que comienza con la pubertad y
termina donde empieza la adultez; 3. El otoño o adultez, también llamado estado
imago, la etapa más extensa de la vida de la persona que viene después de la
juventud y precede a la ancianidad o vejez y; 4. El invierno o la senectud,
etapa final de la vida que principia aproximadamente a los 60 años de edad y
tiene su evolución hasta el momento de la expiración.
Siendo más descriptivos con
la analogía en cuestión, la primavera de nuestra vida ocurre desde que nacemos
hasta los 20 años, aunque algunos países establecen la mayoría de edad a los 18
años. En la naturaleza, la primavera es sinónimo de primer verdor, de
renacimiento, renovación, restitución, florecimiento, juventud, etc. Es el
intervalo de tiempo cuando los seres humanos deben crecer física, emocional e
intelectualmente. No obstante, hoy en día con tantísima tecnología y facilidad
a cualquier tipo de información, los “jóvenes de cristal” comienzan a declinar
en sus valores. Creen que lo más importante es lo físico y se olvidan de lo
intelectual y emocional, glorifican la “superstición del materialismo”. La
primavera también es considerada la “estación del amor”, debido al mayor número
de estímulos visuales y a las agradables temperaturas y aumento de luz que
provocan diversos cambios hormonales, afectando al estado emocional. En esta
época aumenta la melatonina y la serotonina que incrementan la alegría y la
actividad sexual Como dice el refrán “en la primavera la sangre altera”, por
eso muchísimos jóvenes se enamoran y se casan, a menudo en tan tierna edad y
sin contar con experiencia alguna.
De los 20 a los 40 años se
presenta el verano, estación marcada por un “tiempo de cosecha y
abundancia", los árboles lucen frondosos y muchos frutos están en su punto
óptimo para ser cosechados. Predominan las altas temperaturas, llegando a su
nivel más ardiente del año de 40 °C o un poco más. Los sinónimos para esta
estación son “estiaje” y “canícula”. En el ser humano se intensifica el
enamoramiento que ya viene gestándose desde la primavera, se casa y tiene
hijos. Es la época más productiva y cuando se puede trabajar más de 24 horas
sin descansar, porque se está en pleno vigor. De ahí la relación de
económicamente más activas (PEA).
Después llega el otoño, de
los 40 a los 60 años. En el campo las temperaturas comienzan a descender y los
días son más frescos, lluviosos y con mucho viento. Empiezan cambiar de color
las hojas de los árboles y a caer (defoliación). Los animales empiezan a
prepararse para el próximo tiempo de frío, acumulan alimentos o viajan a
regiones más cálidas y benignas. Aquí se prepara la tierra para un próximo
periodo de fertilidad y cosechas, porque las lluvias purificarán la tierra. En
los seres humanos cambia el color del cabello, se caen los dientes, se
deteriora y pierde la vista, mengua el Índice de Masa Corporal (IMC), etc. Es la
época donde se expresa la mayor seguridad y madurez, el aprendizaje e
intromisión espiritual, la planeación y el cierre pleno de ciclos, a tal grado
que todos hemos oído el dicho: “Los 60 son los nuevos 40”.
Luego llegamos al invierno,
de los 60 y más, ya muy raramente los 90 años. Es la temporada más, más
difícil, porque no muchos toleran las bajas temperaturas y se resfrían y
enferman. A esta edad, muy pocos se encuentran preparados para alimentarse
sanamente y calentarse, mucho menos para adaptarse física y emocionalmente a
sus nuevas circunstancias. Es quizás, la estación más desdichada e infeliz para
muchos, sobre todo cuando no se ahorró en sentido económico ni tampoco se
salvaguardo la salud física y emocional, más bien se le “dio vuelo a la hilacha”.
A su vez el individuo va perdiendo el interés por las cosas de la vida y va
viviendo más en función del pasado, un pasado que remembra dolor y nostalgia.
También manifiesta una marcada tendencia al egoísmo y la desconfianza, así como
un elevado criticismo y reacciones agrias contra la sociedad y contra sus
familiares o custodios. Se convierten en viejitos muy caprichosos y semejantes
a bebés berrinchudos, como si volvieran a renacer.
Partiendo de este panorama,
podríamos llegar al invierno de nuestra vida siendo un gran “Don” o una gran
“Doña”, seguros de sí mismos, capaces de viajar por donde se nos pegue la gana,
acudir al hospital más conveniente y hasta darnos los gustos que creemos que
merecemos. Pero también podremos llegar al invierno sin una gota de dinero, muy
deteriorados debido a tantas enfermedades no atendidas y a una pésima
alimentación tenida principalmente durante el verano y el otoño, formando
largas filas para recibir una insuficiente pensión por tantos años de labor. Es
por ello que se dice: "No hay nada más emocionante que una cosecha
abundante, y nada más terrible que un campo estéril en el otoño… (Jim Rohn)”
Pero al igual que no es lo
mismo tener 20 años que 50, también es lógico que debemos adaptar nuestros
hábitos y ritmos de vida según la estación que nos corresponda. Para los de 50
años de edad, no todos los deportes son adecuados, como tampoco lo es la
ingesta excesiva de ciertos alimentos (grasas, sal, queso, chile, carnes rojas,
frituras, etc.) y bebidas (alcohol, café, refrescos de “cola”, cerveza, leche,
etc.) que berrinchudamente insistimos, entre otras cosas. Al no saber
ajustarnos a los años que vamos sumando a nuestro propio “calendario de
estaciones”, estamos construyendo el patrón de nuestra salud física, mental y
emocional futura. Por ejemplo, una mujer de 48 años decide, por cuenta propia,
practicar zumba todos los días. A los 10 meses padece de fuertes dolores en las
rodillas y tendones de sus piernas. Descubre que este tipo de baile no era
apropiado para ella y debe reajustarse. Por otra parte, un hombre de 58 años
insiste en que puede cargarse los bultos de cemento de 50 kg tal como lo hacía
en el verano de su vida. Al poco tiempo presenta fracturas en discos de su
columna y una hernia en la pared abdominal. Como este caso hay veintenas de
ejemplos que confirman el dicho popular: “Quien siembra vientos recoge
tempestades", y más aún cuando nos rehusamos a adaptarnos a nuestra edad.
A manera de conclusión
preliminar:
Es posible que transitemos
nuestra vida siendo meros espectadores de las estaciones, en lugar de ser el
meteorólogo pronosticador de nuestros pasos. Por eso tomemos el control desde
ahora y no nos dejemos embelesar por las circunstancias presentes. No seamos
como una pluma flotando en medio de la tormenta y golpeada por los ventarrones
de la “superstición del materialismo”. Dejemos de pensar en el cuerpo humano
como una estructura anatómica rígida y veámoslo como un organismo resiliente
pero frágil. Cada estación implica virtudes y defectos, y para todas hay opciones.
Así que aprovechemos cada estación para ajustar el psicrómetro de nuestros
sueños. Nuestra calidad de vida futura dependerá de lo que hoy estamos
sembrado, tal como lo expresa Charles Reade: "Siembra un acto y cosecharás
un hábito; siembra un hábito y cosecharás un carácter; siembra un carácter y
cosecharás un destino". Si queremos cerrar con dignidad el invierno de
nuestra vida, preparémonos al 100% desde hoy mismo, usemos sabiamente el
anemómetro de nuestro raciocinio. ¡No lo pensemos tanto, hagámoslo ya! Porque,
al final, lo que importa no son los años de vida, sino la vida de los años.
Con mis atentos saludos,
Joaquín Becerra-Zavaleta
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Nota de créditos: Las imágenes fueron tomadas de medium.com
(Cesar Solis), y de ellibrerocallejero.wordpress.com, con fines meramente ilustrativos.
Lectura adicional
recomendada: Las estaciones de la vida, de Jim Rohn (2006).